Llega la tarde de domingo y estás en casa, después de un gran fin de semana. No hay ningún motivo para estar mal, pero de pronto sientes como si te pellizcara una sensación de malestar. Te parece que cae la noche demasiado pronto y que se acerca el lunes demasiado deprisa. Y en vez de tratar de motivarte como harías con un buen amigo, al que seguramente le animarías a salir a tomar algo, le regalarías una chocolatina o le pondrías una buena música, prefieres regodearte en esa sensación melancólica, y te sumerges en ella lentamente. En el sofá, con posición fetal y una bata-manta, dejas que tu playlist más triste se convierta en la banda sonora de la tarde.
No es que nos haga felices estar tristes todo el tiempo, pero en el cuadro de la felicidad global parece que unas pinceladas de tristeza de vez en cuando ya nos gustan. Y es que el dolor lo necesitamos como parte de la vida. Nos ayuda a superar una ruptura, nos recuerda las cosas importantes e incluso a menudo nos inspira. Muchos grandes amores, proyectos humanos y obras de arte han florecido en las tierras fértiles de una persona triste. Pero aunque pueda servir de musa y nos gusten sus visitas esporádicas, la tristeza tiene también su lado oscuro: impide que disfrutemos de algo bueno que se nos pone delante, o hace que recordemos a un ex que ya habíamos olvidado hace tiempo.
El problema es cuando nos regodeamos demasiado en el fango. Porque una cosa es el dolor y otra el sufrimiento. El dolor es como el fango, mientras que el sufrimiento sería como cogerlo y empezar a llenarnos todo el cuerpo con él. Tendemos a sufrir cuando nos hemos acostumbrado a pensar demasiado sobre lo que nos pasa, en vez de vivir cada momento de la vida, aprender lo que sea necesario, y después pasar a la experiencia siguiente. Si repetimos esa costumbre de sufrir muchas veces, acabamos por sentirnos cómodos en ella, como si estar embarrados fuera agradable solamente porque es algo familiar para nosotros. Pero eso no significa que no nos haga daño.
Una cosa es que cojamos el fango y hagamos una escultura con él, y otra que nos ensuciemos a nosotros mismos, porque acabamos por tener fango hasta en los ojos, y dejamos de ver lo que tenemos delante. El sufrimiento nos distrae de las nuevas experiencias positivas que la vida nos trae y hace que no diferenciemos entre lo que pasa fuera y la película mental que nos hemos creado nosotros.
Como dice Concepción Arenal, “el dolor, cuando no se convierte en verdugo, puede ser un gran maestro”. Podemos transformar crisis en oportunidades, como suelen decir los emprendedores, y hasta despertar nuestro artista interior gracias a una triste tarde de domingo, pero tenemos que ser capaces de poner un límite, si no queremos hacernos adictos a la sensación de sufrir ni desconectar de las nuevas experiencias maravillosas que nos esperan ahí fuera.
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